El hogar devenido en oficina para los adultos, la sala convertida en aula de escuela o universidad para los niños y los jóvenes, el jardín transformado en espacio de entrenamiento para los deportistas, reuniones con amigos a través de una diversidad de plataformas virtuales que se multiplicó. Teletrabajo, telecocina, e-learning, entrenamiento y vida social virtual son algunas de las expresiones de los cambios que está experimentando el mundo como consecuencias del Coronavirus. La socialidad está adquiriendo nuevas formas y, considerando que el ser humano es esencialmente social, se puede decir que implica transformaciones sobre cómo vemos a la humanidad misma y al mundo.
Estos procesos, sin embargo, no son nuevos, sino que el actual contexto de pandemia parece disponer del brío necesario para visibilizar algo que parecía haber ganado un lugar en el sentido común, en la normalidad. Si bien autores como Max Weber y Karl Marx ya habían intuido los efectos atomizantes sobre la individualidad de la modernidad industrial temprana, fue el filósofo alemán Ulrich Beck quien, especialmente entre la década de los 90’ y el inicio del Nuevo Milenio, enfocó su prolífico esfuerzo intelectual al estudio de las secuelas individualizantes del período tardomoderno, post-industrial, con la emergencia del trabajo desempeñado en espacios virtuales más que en fábricas y con economías de escasez, con la mengua en la vitalidad del Estado de Bienestar y la vigorización de la globalización y las comunicaciones.
Para Beck, la libertad contemporánea no es otra cosa que el colapso de las biografías normales, de los marcos de referencia y de los modelos o roles sancionados, por ejemplo por el Estado, procurando ordenar la individualidad dentro de un sistema de producción que es económico pero también cultural. Se estimulan biografías del “hágalo usted mismo” (piénsese, por caso, en las políticas de incentivo del emprendedurismo empresarial o la meritocracia en el campo académico), se premia el “vivir la vida propia” o “autocultura” como constructo aspiracional que ha logrado sustituir en preferencias a la bipolaridad tensionada por la cultura proletaria y la cultura burguesa (propia de la primera modernidad), y emergen “biografías de riesgo” en un escenario de capitalismo sin dinero ni trabajo. Como resultado, se manifiestan nuevas formas en las relaciones interpersonales, en la constitución de las familias, en las parejas, en la sexualidad, en la educación de los hijos, en los proyectos de vida, en la realización profesional, en la construcción de la identidad y en los derechos, todos en dirección hacia aquello que se denuncia: la individualización, eje de crítica a partir del título de una de las obras más destacadas del alemán.
Impulsada por el mercado, buena parte de la política tampoco ha dejado de alentar el impacto individualizante de la modernidad contemporánea, ni siquiera en tiempos de pandemia. Las ya poco sorprendentes torpezas de Jair Bolsonaro o Donald Trump los exhiben como dirigentes desinteresados por la que ahora se presenta como una paradójica solidaridad del estar solos y, al igual que en la Colombia de Iván Duque, son los alcaldes y gobernadores quienes están al mando de la crisis sanitaria del momento. Como fenómeno social, la pandemia ha logrado colocar a la individualidad en el pedestal de la fraternidad tal vez con el propósito de señalar las secuelas de las formas de vida humanas, el destrato hacia el planeta, la desigualdad en la distribución de la riqueza, los modos de exclusión, etc. Es decir, el coronavirus parece estar evidenciando miserias del mundo como desde el pensamiento no pudieron hacerlo gente como Weber, Marx, los teóricos críticos de la Escuela de Frankfurt, o el mismo Beck.
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