Por Daniel Lencina, especial para El Ancasti
Bogotá (Colombia), agosto de 2020
Foto de T. Le Blanc (cc)
¿Qué representa la comparecencia de los gigantes tecnológicos contemporáneos -Facebook, Google, Apple y Amazon- ante el Congreso de los Estados Unidos? Los alcances de esta problematización tal vez sean más evidentes en las particulares circunstancias de la pandemia por COVID-19, pero es una pregunta que se puede acercar a la línea de otras como «¿qué creemos que estamos haciendo cuando leemos el periódico?, ¿y cuando cambiamos de canal en la televisión?, ¿o cuando optamos entre escuchar las noticias y sintonizar música en la radio? ¿Somos las personas realmente conocedoras de las implicancias que decisiones aparentemente triviales tienen en la afectación de nuestras vidas?» En un presente configurado por flujos comunicacionales globales que impregnan la totalidad de la vida humana, los discursos y la información lejos están de ser inocentes: tienen estrecha relación con el ejercicio del poder.
Esto es algo que los círculos de decisión parecen tener demasiado claro, y no sólo haciendo alusión a los CEOS de los gigantes tecnológicos, sino también a los referentes mismos del capital financiero. Véase, sino, el caso del multimillonario húngaro George Soros, arquetipo del capital por haber amasado su fortuna en base a la especulación financiera, pero con la agudeza necesaria para advertir que el neoliberalismo, para llegar a ser toda una condición capaz de impregnar la vida de las personas y de las comunidades, no debe dejar de apelar a lo cultural, a lo cognitivo y a lo afectivo. No es casual que, de acuerdo a la biografía de Anna Porter publicada bajo el título «Buying a Better World: George Soros and Billionaire Philanthropy» (Comprando un mundo mejor, George Soros y filantropía multimillonaria), Soros invierta U$S 1.000 millones anuales de su fortuna en la promoción de la democracia y de los Derechos Humanos en diferentes regiones del mundo.
Pero más, la actividad filantrópica de Soros exhibe un particular interés en lo que hacen los medios de comunicación, terreno en el que ha beneficiado a al menos 180 organizaciones e instituciones (entre ellas universidades, fundaciones, pero también empresas mediáticas entre las que se encuentran The New York Times, The Washington Post, The Associated Press, CNN y ABC), según lo revelado por el Media Research Center (ver https://www.mrc.org/special-reports/george-soros-media-mogul, entre otros). Muchos de esos espacios mediáticos cuentan con altos representantes del magnate en sus directorios para la toma de decisiones; otros son directamente sostenidos por él a través de su fundación Open Society. Si bien en el cuerpo de beneficiarios se puede encontrar una diversidad que contempla a algunos medios que presumen de ciertas posturas críticas sobre el capitalismo (tal es el caso de The Huffington Post), esto claramente configura un tipo de relación entre la crítica y el capital.
Situaciones de este tipo no sólo se advierten en los medios de comunicación tradicionales, sino también en las redes sociales que se han constituido en auténticos foros de discusión pública. Así sucede, por ejemplo, con Twitter, espacio en el que asiduamente se expresan presidentes que van desde Donald Trump y Emmanuel Macron hasta el Jefe de Gabinete de Ministros argentino Santiago Cafiero, quien en una reciente entrevista concedida al periodista Roberto Navarro consideró a la red social como uno de los espacios en los que se debe entablar la batalla cultural: «La construcción de sentido ya no se trata de lo que dice la tapa de un diario» (07-07-2020), dijo el funcionario en referencia al hegemónico Clarín. Pero, ¿qué pasa cuando tal espacio de discusión pública también evidencia una estrecha relación con la racionalidad neoliberal, particularmente a partir de su adquisición en febrero pasado por parte de Elliot Management Company? Sí, es el mismo fondo buitre al que el expresidente Mauricio Macri le pagó los U$S 2.700 millones ordenados por el extinto juez Thomas Griesa, y que es propiedad del empresario Paul Singer. En su momento, Twitter -espacio en el que abundan las fake news, si los hay- fue empleado por Trump como plató discursivo fundamental para alcanzar la presidencia de Estados Unidos, junto con los servicios de Cambridge Analytica, que utilizó electoralmente los datos de al menos 50 millones de usuarios de Facebook a favor del triunfo republicano de noviembre de 2016 (la consultora también influyó en las decisiones relativas al Brexit en Europa y a la elección de Macri en Argentina en 2015). «Se realizaba un análisis poblacional a gran escala, e influenciábamos a los usuarios hasta que lográbamos que vieran el mundo tal como queríamos que lo vieran», dijo la consultora política Brittany Kaiser, exdirectora de desarrollo de negocios de Cambridge Analytica, en «The Great Hack».
Así es que se arriba a la cuestión del ejercicio del poder sobre una vida regulada y administrada globalmente que, si bien no excluyentemente, tiene en los mensajes de los medios de comunicación a uno de sus dispositivos privilegiados. Michael Hardt y Toni Negri explican en Imperio (2000), que se trata de una condición «auto-validante» y «autopoyética», es decir, capaz de construir su propia trama simbólica autolegitimante y de neutralizar cualquier contradicción, absorbiéndola hacia su interior. La biopolítica se introduce en los espacios vitales más íntimos a tal punto que, cuando las personas no estamos ante la pantalla de un televisor o de un ordenador, del parlante de una radio, o ante las páginas de la edición impresa de un periódico, la llevamos a todas partes en nuestras manos en la forma de un teléfono móvil.
Es aquí que, lo que emerge como necesidad vital, es el ejercicio de someter a una interrogación permanente al pensamiento y al saber en términos de un examen sobre los regímenes de verdad vigentes que configuran el presente en tanto relaciones simbólicas de poder. En Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, Michel Foucault se refiere al trabajo del individuo que se coloca a sí mismo en revisión como objeto de las prácticas de poder (incluso las de la moral), se controla, se perfecciona y se transforma en testimonio en una experimentación crítica de sí mismo. Enfrentarse a las verdades que los dispositivos de poder (entre ellos, los medios de comunicación) establecen como regímenes es, en consecuencia, asumir la posibilidad de una práctica libertaria de «pensar de otro modo». Si la verdad está en estrecha relación con el poder, asumir la empresa crítica representa el indócil ejercicio de no dejarse ejercer ese poder.
Así, con especial énfasis en el presente que nos toca vivir, someter a la crítica a los discursos que se establecen como regímenes de verdad adquiere una relevancia existencial, pues tiene que ver con aquel reclamo de libertad. Mucho más cuando esas verdades se constituyen en engranajes de una maquinaria de gobierno sobre la vida a escala planetaria, la crítica es tener presentes situaciones como el rol que en su momento tuvo Cambridge Analytica, o la influencia de Soros (y de sus intereses) en el campo mediático, o la relación entre Twitter y Elliot Management, o la vinculación entre la llegada de Jair Bolsonaro a la presidencia de Brasil y las fake-news divulgadas a través de WhatsApp (propiedad de Facebook), o las revelaciones de la periodista Carole Cadwalladr (The Observer) sobre el empleo de Facebook como plataforma para incitar el odio racial contra los rohingya de Myanmar, situación que terminó en un genocidio. Tener todos estos datos en perspectiva tiene que ver con aquél reclamo.
La racionalidad de control ha logrado colarse en la cultura, en los medios de comunicación, en la justicia y, en esta coyuntura particular, en la sanidad, produciendo subjetividades. Tanto es así que muchas de las decisiones de los gobiernos se apoyan en estos dispositivos. Así lo denunció recientemente el abogado español Luis de Miguel Ortega, perito en derecho sanitario, en relación con las politicas sobre la pandemia en Europa apoyadas en las sugerencias de la ONG española ISGlobal, presidida por el ex Secretario General de la OTAN Javier Solana, la cual lleva adelante campañas de vacunación en África y Sudamérica cofinanciadas por Soros y Bill Gates.
Cuestionando las posibilidades desde espacios tan pequeños que parecen estar a merced de intereses difíciles de comprender, el lugar de la crítica tal vez sea el recinto de la última dosis de humanidad, de dignidad, de indocilidad ante el poder. Y, en un mundo globalizado en el que el gobierno de la vida en gran medida se ejerce a través del cuerpo simbólico que operacionalizan los medios de comunicación, su ejercicio lejos está de ser un lujo de los intelectuales, para terminar siendo una necesidad existencial, de supervivencia, de todos.
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