Demolición como cruce de líneas en F. S. Fitzgerald: El Crack-Up

Por Daniel Lencina (texto y foto)

El Crack-Up es una compilación de escritos, cuadernos y cartas que el editor Edmund Wilson realiza de su amigo Francis Scott Fitzgerald luego de su muerte en 1940. En ella pueden advertirse los atravesamientos propios de un momento particular de la coyuntura económica, política, social y cultural de Estados Unidos, entrecruzados con circunstancias de una experiencia personal que dotan a la obra de un carácter reveladoramente autobiográfico.

En esta línea, «Ecos de la Era del Jazz» contagia el clima de excitación social correspondiente al período de expansión económica que repercutió en la vida cultural norteamericana previo al crack del ‘29 (al tiempo que el resto del mundo penaba por recuperarse de las consecuencias materiales y espirituales de la Primera Guerra Mundial), mientras que en el escrito autobiográfico que lleva el mismo título de la compilación («El Crack-Up») trasluce la caída de Fitzgerald en un estado de melancolía en el que intervienen su literatura, el éxito o su ausencia, el dinero en abundancia y los períodos de carestía, el robustecimiento de la industria del cine, el deslumbramiento por Nueva York a la par de las experiencias de sus viajes, la relación con su inestable esposa Zelda e, indudablemente, su ineluctable dependencia del alcohol. Todo este entrecruzamiento es el lugar, paradójicamente, donde se cuece el caldo que hizo del autor “el príncipe de las letras norteamericanas” (Martínez, 2018).

Una primera línea se sugiere en el orgasmo permanente de los años ‘20 que toma cuerpo en el jazz como expresión cultural, que incluye todo tipo de licores, y que da cuenta del derroche que se permite una sociedad que pudo vivir en una opulencia simultánea a la sórdida miseria que produjo la guerra en Europa. Otra vez, la música, el alcohol, el sexo, el dinero, Nueva York, componentes que en su momento convergieron en la estridente figura de la flapper:

Los ciudadanos más serios de la república apenas acababan de recuperar el aliento cuando la más disparatada de todas las generaciones, la generación de los que habían sido adolescentes durante la confusión de la guerra, se abrió paso bruscamente a codazos entre mis contemporáneos y se puso a bailar adelantándose hasta las candilejas. Era la generación cuyas chicas se autocalificaron teatralmente como flappers, la generación que corrompió a sus mayores y en ocasiones se propasó menos por falta de principios morales que por falta de gusto. ¡Ahí tenemos como muestra el año 1922! Fue el momento culminante de la generación más joven, pues aunque la Era del Jazz continuaba, cada vez iba teniendo menos que ver con la juventud.

(Fitzgerald, 2012, p. 23)

«Mi ciudad perdida» dispone el escenario en el que se despliega toda esa borrachera. Y de nuevo, el alcohol, el sexo, el dinero, y la música, todo en abundancia, se esparcen en un paisaje urbano que invita al éxtasis permanente, y del que Fitzgerald se confiesa como un amante del tipo que guarda una secreta pero inocultable admiración. El crack financiero que registró la Bolsa de Valores en octubre de 1929 también formó parte de esa pintura que dibujó los estados de ánimos de los neoyorkinos: el peluquero y el mesero dejaron de ser millonarios y retomaron la dependencia de sus salarios, mientras que los camareros volvieron a reverenciar misericordiosamente a sus huéspedes. Así, quedó demostrado que la ciudad no era ni por cerca el universo que pretendía, que tenía sus límites, que era sólo eso: una ciudad.

La amistad con el periodista y escritor Ring Lardner es una más de las líneas que atraviesan a Fitzgerald, que describe las dos diferentes impresiones que le inspira su figura en distintos momentos de su relación. En 1921 le parecía un hombre sereno, vital y abundante, mientras que diez años después, ya cercano a su muerte en una cama de hospital, lo que impresionaba de Ring eran su sufrimiento y dolor. En el medio, una sucesión de eventos relacionados con el juego, la falta de sueño y una salud extremadamente frágil que mellaron la solidez del amigo, sumados a la constante insatisfacción por la calidad de su producción literaria. Y al final, la muerte de un hombre bueno que no tuvo enemigos, que “a muchos millones les proporcionó consuelo y placer” (Fitzgerald, 2012, p. 48).

Los viajes son críticos en el entendimiento de los devenires que transita el autor. La reconstrucción del peregrinaje por los distintos hoteles visitados durante los viajes junto a su esposa Zelda en «Lleva al señor y a la señora F. al número…» dan cuenta de los periplos que le permiten un extrañamiento de la vorágine neoyorkina. París, Viena, Ginebra, Lausana, Niza, Munich, Bermudas e incluso algunas ciudades estadounidenses como Florida y Alabama, son lugares en los que Fitzgerald podía permitirse recorrer otras segmentariedades para ejercer su inquieta observación del mundo (Martínez, 2018).

En 1934, tras años de constantes viajes, Scott y Zelda deciden establecerse en la cálida California; “…a lo mejor la nueva residencia nos gustaba tanto que no nos volveríamos a mover…” (Fitzgerald, 2012, p. 67). Un devenir sedentario toma forma mientras se promueve la pretensión de subastar algunas pertenencias acumuladas durante los años nómadas y que se acopiaron para la gestión de la mudanza. En este proceso, varios de los lotes no despiertan el interés de nadie, pero los objetos que los componen son pruebas de los trazos dejados por las líneas, por los devenires de la experiencia vital que conforman al autor, a la pareja. Fotografías, retratos de familia, dibujos de artistas amigos, pequeñas piezas de escultura adquiridas en alguna ciudad europea, y muchas chucherías que son testimonios –por ejemplo– de la intención de la familia de establecerlos en una residencia permanente (dos pesados bustos de bronce de Shakespeare y Galileo), de la prosperidad financiera (un tonel cuyo contenido costó algo así como mil dólares), de la debacle o escasez económica (la advertencia de un amigo de no pretender amueblar la casa sin contar con suficiente dinero), o de la paternidad (la primera muñeca de goma de su pequeña hija).

Luego, la carencia de sueño, segmentariedad; primero como línea flexible que desestabiliza la cotidianeidad de Fitzgerald, luego –pasados los 40– como parte del plano de su organización vital. No obstante, el autor no le temerá a la noche ni le pesará el insomnio, ya que, si habitas al abrigo del Altísimo

No temerás al terror de la noche,

ni a la flecha que vuela de día,

ni a la peste que acecha en las sombras

ni a la plaga que destruye a mediodía.

(NVI: Salmos 90)

Propiciado por la participación de un mosquito, el insomnio se incorpora a la vida del autor, constituyéndose en un espacio para el despliegue de su ejercicio literario a lo largo del territorio que dejaron dos de sus sueños nunca alcanzados: el de ser jugador de fútbol y el de ser soldado.

Con 24 años, Scott dejó su trabajo –al cual “detestaba” (Fitzgerald, 2012, p. 97)– en la oficina de la agencia de publicidad de la Compañía de Tranvías para dedicarse de lleno a la actividad que le proporcionaría un éxito prematuro. Económicamente quebrado, con una ruptura afectiva, reconoce que los primeros intentos literarios fueron frustrantes, molestos, con pagas a veces humillantes (el primer cheque había sido de 30 dólares), hasta que llegó su primer éxito: A este lado del paraíso. Ese es el momento del devenir profesional, o lo que Fitzgerald denomina la “metamorfosis de amateur en profesional: una especie de ensamblaje de toda tu vida a un esquema de trabajo, de modo que el final de una obra es automáticamente el comienzo de otra” (Fitzgerald, 2012, p. 98). La publicación de la novela, que sorpresivamente en la primera edición superó los 20 mil ejemplares vendidos, lo sumió en trances de “rabia y felicidad” (p. 100). Tras este éxito, que permitió que el precio de sus relatos subiera a mil dólares, el autor reconoce su tránsito por un devenir romántico, propio de quien experimenta ese estado de excitación a una temprana edad.

Nuevamente: el éxito, el insomnio, los viajes y la subsiguiente búsqueda de establecimiento permanente, los amigos, el alcohol, la relación con su emocionalmente inestable esposa Zelda, Nueva York, el jazz, la crisis económica, los sueños inconclusos. Líneas que se extienden, se entrecruzan, se afectan entre sí y eclosionan en El Crack-Up.

Para el escritor Fitzgerald, hay el deterioro de los viajes, con sus segmentos bien divididos. También hay, de segmentos en segmentos, la crisis económica, la pérdida de riqueza, el cansancio y el envejecimiento, el alcoholismo, el fracaso conyugal, el auge del cine, la aparición del fascismo, del estalinismo, la pérdida de éxito y de talento –justo donde Fitzgerald va a encontrar su genio– (Deleuze y Guattari, 2002, p. 202).

Compuesto en varios momentos, el escrito da cuenta de un proceso de demolición en la vida de Fitzgerald que no es otra cosa que la expresión de otras transformaciones que lo atraviesan: “la decadencia y la ruptura de la sociedad americana tras el crack del ‘29, de la literatura y del propio autor” (Martínez, 2018).

Rabia, lágrimas, y un “fuerte impulso súbito de que debía estar solo” (Fitzgerald, 2012, p. 83) forman parte de un devenir que durante 1936 se dispara hacia el tránsito por líneas de fuga que toman cuerpo en una literatura reveladora, personalista e intimista. Las segmentaridades duras, por ejemplo la vejez, se ven atravesadas por cortes más flexibles, por fisuras, por líneas moleculares que intervienen formando parte de un proceso casi imperceptible. La ruptura conduce a devenir el tránsito por otros territorios que están siendo trazados en el momento mismo de la experiencia:

Uno ya no es más que una línea abstracta, como una flecha que atraviesa el vacío. Desterritorialización absoluta. Uno ha devenido como todo el mundo, pero a la manera de que alguien no puede devenir como todo el mundo. Uno ha pintado el mundo sobre sí mismo, y no a sí mismo sobre el mundo. No debe decirse que el genio es un hombre extraordinario, ni que todo el mundo deviene genio. Genio es aquél que sabe hacer de todo-el-mundo un devenir (…). Uno ha entrado en devenires-animales, devenires-moleculares, por último, devenires-imperceptibles.

(Deleuze y Guattari, 2002, p. 204)

Así es que se reconoce que la genialidad de Fitzgerald se da en el devenir de este tránsito en fuga, tránsito por el campo que es un territorio íntimo y social siguiendo líneas que en su ejercicio literario de 1936 explotan en una confidencia pública caracterizada por la melancolía, la tristeza, la necesidad de aislamiento. Alcohol, éxito, Nueva York, viajes, matrimonio. Líneas segmentarizadas, líneas flexibles, líneas de fuga. Cortes definitivos en la identidad, fisuras en el plano de la organización, rupturas en el de la inmanencia. Devenir demolición. Crack-Up.

Bibliografía

Deleuze, G. y Guattari, F. (2002). Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. Valencia: Pre-Textos.

Deleuze, G. y Parnet, C. (1996). Dialogues. París: Flammarion.

Fitzgerald, F. (2012). El Crack-up. Madrid: Capitán Swing Libros.

Martínez, L. (2018). El Crack-up. Francis Scott Fitzgerald. Recuperado el 22/04/19 de https://clavedelibros.com/el-crack-up-francis-scott-fitzgerald/

Este artículo fue presentado el viernes 3 de mayo de 2019 como relatoría de la Sesión 7 «Naturaleza de las líneas y problemas asociados» del seminario electivo «Máquina de experimentación literaria y cartografías políticas de lo social» a cargo de Nicolás Alvarado PhD del Doctorado en Estudios Sociales (DES) de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas de Bogotá, Colombia.

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